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¿De dónde viene el artista? (Pt. II)

Imagen destacada: A Picture Gallery with an Artist Painting a Woman and a Girl. Allegory of the Art of Painting, Gillis van Tilborgh (1660 – 1669)


“El artista no es sólo una figura, es también una realidad humana y una actividad […] En este mundo real, el artista figura como una categoría socialmente reconocida”


Todos ustedes serán creadores…

La modernidad industrial, científica y académica, que se extiende desde la revolución industrial y la Ilustración hasta la Segunda Guerra Mundial, ha intentado, como lo hizo antes la religión, expulsar las pasiones de la vida. Salvo, precisamente, a través de la expresión artística de una minoría que rompieron con las formas académicas oficiales. En la visión de los gobernantes y los capitanes de la industria, reconfortados por los sueños de los científicos, la racionalidad científica debía ser capaz de desplegar y dominar la naturaleza. 

Todo debía planificarse y organizarse según el gran diseño del Estado, dotado de una doctrina democrática, económica y científica capaz de modelar la sociedad a su imagen. Este proceso histórico de la modernidad nos ha legado una base de instituciones y leyes que definen la socialización de todos los individuos: escuelas, formación y academias de todo tipo. Esta modernidad industrial y estatal fue la época de los científicos e ingenieros, el reino de los grandes organigramas y del “fordismo”, dicen los economistas y sociólogos. 

La modernidad y el colonialismo pretendían que “todos seréis maestros”… si representáis correcta y educadamente la razón civilizadora y el aparato estatal. Al igual que en la película de 1935, The Lives of a Bengal Lancer, que tiene lugar durante la rebelión de la India de 1857 y en la que el oficial inglés, protegido por los leales punjabíes de éste, muere al grito de “Occidente ilumina el mundo”. Los “maestros” encendieron el mundo con fervor y una destructividad sin precedentes, sin embargo, la llama ha sido cubierta.

Thatcher y Reagan en la Casa Blanca un mes después de su toma de posesión.

La Europa del totalitarismo de principios de siglo, de la guerra nazi, del comunismo soviético, fue también la Europa de la lucha por el formateo de los individuos según el deseo del Estado y contra la creación. Desde la Segunda Guerra Mundial, ha habido un deseo gradual y muy fuerte de situar la creatividad y la creación como valores supremos. Se trataba, y se trata, de evitar la quiebra de las sociedades que se han dejado destruir. El horror, la otra cara de la democracia y la libertad, es ahora la fragilidad. El cine americano no ha dudado en dotarnos de repulsores. Por lo tanto, la creatividad deseada de los años de posguerra fue sobre todo la creatividad estadounidense, por razones sencillas: victoriosos, los Estados Unidos se basan totalmente –al menos en el mito– en la iniciativa individual y en la desconfianza hacia la autoridad central. 

El término neoliberalismo se planteó originalmente para restablecer el liberalismo como una “tercera vía” entre las ideas anticomunistas y anticapitalistas, mucho más que lo que posteriormente se percibe como una vía de mero radicalismo de mercado. Alexander Rüstow propuso una primera definición oficial en 1938. Sin embargo, en la década de 1970, fue retomada por los economistas que adoptaron una perspectiva opuesta al keynesianismo y al intervencionismo estatal, aunque sus más populares exponentes rechazaron siempre la etiqueta de neoliberalismo.

La “terapia de choque” de 1975, o lo que Martínez y Díaz (1996) llamaron la “contrarrevolución neoliberal”, comenzó inmediatamente. Siguiendo los principios neoliberales básicos, era necesario reducir el tamaño del Estado. Por lo tanto, se introdujeron reformas en el sector público para recortar los servicios estatales y reducir los gastos.

Lo que Pinochet y los Chicago Boys pretendían era cambiar la forma de pensar de los chilenos sobre el mundo, su propia mentalidad. Querían que el enfoque del mercado, la creencia en la acción individual en lugar de la responsabilidad del Estado, impregnara toda la sociedad. Esta era la verdadera revolución.

–Oppenheimer

La artistada y el artiste

Sea creativo, innovador… y tenga éxito, dicen gacetas, revistas y servicios de coaching. Esto se aplica tanto al amor como al ocio y al trabajo. Por supuesto, se ha tenido cuidado de no hacer “creativas” las instituciones de educación, poder o trabajo. Esa no es su función. Siguen proporcionando, y cada vez más a escala mundial, la base de una comunicación común y la continuación de una normalización de los procesos sociales e industriales. Pero, ¿qué significa realmente ser creativo? La respuesta no está clara. En primer lugar, significa comportarse como un creador, es decir, lo que la sociedad ha instituido como tal. En primer lugar, el artista, cuya figura es un modelo de creatividad, al igual que las del investigador o el empresario en otros aspectos. 

El objetivo es imitar este modelo en la propia vida. Es evidente que se trata de manifestaciones ideológocas. Este mito movilizador convierte al individuo y a su propia voluntad en el último y único sujeto de la creatividad. Este sujeto está completamente desvinculado de todas las limitaciones sociales o materiales, no está inscrito en las relaciones económicas o de poder: despliega su creatividad, su aprendizaje, que está únicamente en su propia capacidad. Si no puede hacerlo… sólo puede culparse a sí mismo. Pero esta opinión no tiene sentido, aunque muchos artistas la compartan. En efecto, los sociólogos e historiadores demuestran una y otra vez que la creación y la innovación son cuestiones sociales y colectivas, antes que individuales. 

Merda d’artista, Piero Manzoni (1961)

La figura del creador de hoy, que se plantea tanto en la industria como en las administraciones, en la familia como en la sexualidad, es una de las más maravillosas paradojas de la posmodernidad: todos esos individuos únicos y creativos que queremos ver florecer en cada uno de nosotros imitan la figura del artista o del investigador, que se construye social e ideológicamente a largo plazo. Esta figura se proporciona hoy, principalmente, por el Estado y su sistema de formación/educación/reproducción. 

Son, por ejemplo, sociólogos, historiadores, curadores, comisarios y otros críticos de arte los que llevan un siglo definiendo y enfatizando lo que es el artista. También es el Estado el que, a través de su sistema de protección y reconocimiento social, define la frontera. El mercado del arte sigue, o al menos entra, como uno de los elementos de este poderoso sistema de definición de la obra y la creación legítimas. Legítima, es decir, digna de ser imitada por los cientos de miles y millones de individuos que también querrían hacer de su vida una obra de arte. Plamondon tenía razón cuando nos hizo tararear “j’aurais voulu être un artiste”.

Grabado considerado como una representación de Chrétien de Troyes en su estudio de trabajo, Bibliothèque nationale de France (c. 1530)

Pero la realidad dista mucho del mito. El artista no es sólo una figura, es también una realidad humana y una actividad. Estos artistas “profesionales” dan por sentado que un artista debe ser un individuo solitario, innovador y emprendedor de sí mismo y de su obra. En este mundo real, el artista es ante todo una categoría socialmente reconocida: un artista es alguien que vive de la venta de su obra en el mercado del arte. Pocos son los elegidos. 

También es una categoría autoproclamada, de personas que no viven de la venta de sus obras la mayor parte del tiempo. De hecho, el verdadero artista puede reconocerse por una serie de atributos de comportamiento, discurso y actividades o posesiones. Un verdadero artista es el que realiza obras y las expone, o incluso simplemente las hace o las diseña. Así, la posesión de un estudio es la marca mínima de la figura del artista, y lo ha sido desde el siglo XIX. En mayor medida, el vernissage y la participación en una feria de arte contemporáneo son signos muy fuertes que definen al artista. Por último, la persona que procede de tal o cual academia o escuela de arte es “más artista” que los demás, pero esto actúa como un marcador aristocrático dentro de una jerarquía que está a su vez muy dividida.

El artista “profesional”, ya sea reconocido socialmente o simplemente autoproclamado –existen todos los matices entre estas dos categorías– es, de hecho, un miembro de un grupo -que las clases bajas imitarán o soñarán con imitar-. Entra en ella como se entra en la caballería: comprando su armadura (el estudio, las herramientas) y siendo caballero (los estudios en una academia o una escuela especializada; la exposición, el sitio). 

Sans titre [Cially], Kurt Schwitters (1943 – 1945)

Como en la época de Homero o de Chrétien de Troyes, las sagas circulan en los circuitos artísticos, que también se leen y se escuchan por el pueblo llano, que disfruta con las hazañas de los grandes héroes. Estos héroes son las grandes figuras deificadas del arte moderno y contemporáneo; destacadas en exposiciones o ferias, libros o revistas, cuya obra debe ser meditada e imitada por la masa de artistas profesionales sin rango, así como por la “clase creativa”. Conocemos el panteón de héroes desde van Gogh, el artista autodidacta, hasta Duchamp y su ruptura o Monet y su profusión. 

Hoy podemos añadir todos aquellos que han llevado al límite las tendencias contenidas en la actual profundización de la individualidad democrática y creativa: desde la merda d’artista (Pierro Manzoni, 1961) a la ausencia de lienzo (Kurt Schwitters, Sans titre [Cially], 1943 – 1945) y sobre todo a la integración del espectador en la propia obra, tanto a través de vídeos como de performances o instalaciones. 

Este último punto es, además, el final de la línea de nuestro zeitgeist posmoderno, el horizonte del demiurgo creador que es el artista contemporáneo, que con su dedo acusador (instalación, vídeo, etc.) transmite la vida; depende de cada (contra)público terminar la llama de la creación en cada producción, concluyendo el ciclo de la obra.

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