Repatriación: Memoria e identidad

Imagen destacada: La expedición egipcia de 1798 bajo el mando de Bonaparte, León Cogniet (1835)


¿Qué? Los indios masacrados, el mundo musulmán vaciado de sí mismo, el mundo chino durante un buen siglo, ensuciado y desnaturalizado, el mundo negro descalificado, voces inmensas apagadas para siempre, hogares esparcidos al viento, toda esta chapuza, todo este despilfarro, la Humanidad reducida a un monólogo, ¿y crees que todo esto no se paga?

–Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo, 1950


Desde hace –casi– treinta años, el número de solicitudes de restitución de objetos saqueados por las potencias coloniales no ha dejado de aumentar, tanto en número como en cobertura mediática. Al mismo tiempo, se ha planteado la cuestión de la reparación de la deuda moral y física del colonialismo entre los antiguos colonizados y los colonizadores. El debate sobre la restitución y las reparaciones condiciona las relaciones Norte-Sur; como si, para demostrar que Aimé Césaire estaba equivocado, la Humanidad no se redujera a un monólogo y hubiera que pagar el desaguisado. ¿Sirve la restitución de obras de arte para reparar un pasado despreciado? ¿Cómo se convirtieron los objetos del patrimonio en objetos de conflicto?

Existe una cuestión fundamental para la comprensión de este movimiento, que ha adquirido un carácter internacional: ¿cuál es la relación de la parte que falta –los objetos en el exilio– con el conjunto del patrimonio cultural –el patrimonio in situ–? Más allá de la restitución, la apropiación de objetos a nivel nacional y local ha sido una de las cuestiones clave de las políticas de patrimonio aplicadas desde los años cincuenta. Desde entonces se han puesto en marcha un cierto número de textos, convenios, recomendaciones y proclamaciones procedentes de organismos transnacionales, en primer lugar de la UNESCO. Estos textos instituyen categorías jurídicas que enmarcan el concepto de patrimonio, como la noción de “bien cultural”, que luego se declina bajo la noción de “patrimonio mundial de la humanidad” y “patrimonio cultural inmaterial”.

Estas fórmulas engañosamente obvias deben situarse en los contextos históricos y culturales en los que fueron formuladas: la posguerra, la descolonización y la globalización. Es la perspectiva histórica la que permite abordar la cuestión de la restitución de obras de arte. Sin embargo, la cuestión ontológica planteada en relación con la restitución (¿debe devolverse? ¿A quién? ¿Por qué? ¿Con qué derecho?) no se reabrirá aquí.

Cuestiones de propiedad

A finales de 1962, pocas semanas después de obtener su independencia, Argelia solicitó a Francia la devolución de unas 300 obras pertenecientes al Museo de Bellas Artes de Argel para preservar su patrimonio cultural. En esto no se diferencia del Congo, que pide la restitución de obras a Bélgica, Nigeria al Reino Unido, etc. De hecho, en un movimiento global, las antiguas colonias obligan a las antiguas potencias a revisar sus políticas patrimoniales. Para ello, recurrieron a uno de los principios establecidos por la UNESCO al final de la guerra, aplicable al expolio a gran escala de obras por parte de la Alemania nazi a los propietarios judíos emigrados o deportados: la garantía de la devolución o restitución de las obras desplazadas durante el periodo de conflicto, guerra u ocupación militar.

De acuerdo con el principio de soberanía nacional, la noción de conflicto que justifica el retorno de las obras se extendió a las ocupaciones coloniales. Sin embargo, el tema de la eliminación no es nuevo. La práctica del saqueo en tiempos de guerra se remonta a la antigüedad. Acompaña e incluso simboliza el establecimiento de cualquier imperio. La novedad es la sistematización del principio de restitución entre los Estados nacionales.

En cuanto a la restitución de obras de arte, la doctrina y la jurisprudencia distinguen tres categorías de medios: repatriación, devolución y restitución. Se trata de diferenciarlas formalmente, ya que estas categorías permiten identificar las situaciones de hecho y los registros jurídicos o culturales utilizados para ello. La noción de repatriación de bienes culturales apareció ya en 1794 con las conquistas emprendidas bajo la Revolución Francesa. De acuerdo con la Ilustración, se estableció la idea de una razón universal, lo más compartido del mundo, como una especie de evidencia. De ello se desprende que “los frutos del genio son patrimonio de la libertad”. El Imperio desarrolló esta idea a gran escala, llevando a París y al Louvre obras maestras de toda Europa, tanto de los principados italianos o del norte de Europa, como de las grandes formaciones germánicas.

Napoleón Bonaparte señalando la estatua del Apolo del Belvedere, encontrada en “Eh bien, Messieurs! deux millions” (1797)

Sin embargo, en 1815, después de Waterloo, las obras fueron repatriadas a los países de los que habían sido incautadas. Este ejemplo pone de manifiesto el significado de la noción de repatriación y sus ambigüedades: al tratarse del retorno de obras a su contexto original, la dimensión cultural es dominante. Pero este espacio de referencia no está fijado de una vez por todas, y el problema es determinar la “cultura” que produjo la obra y a la que debe volver.

Es la dimensión jurídica la que domina las nociones de retorno y restitución. Al igual que en el caso de la repatriación, se refieren a un acto jurídico de cambio de titularidad de las obras a un propietario considerado legítimo. Ambos conceptos implican relaciones entre Estados y son en sí mismos un acto de reconocimiento de la soberanía nacional.

La restitución es la devolución incondicional de las obras a su legítimo propietario. En la Convención de 1954, los bienes culturales desplazados por medidas de protección en el curso de diversos disturbios deben ser devueltos a su propietario en el mismo estado al final del conflicto (art. 18 b.) y, por extensión, a la independencia de los Estados. El concepto de retorno es equivalente. Sin embargo, difiere del problema de las naciones que surgió con la descolonización: desde el punto de vista jurídico, en el momento en que estos territorios estaban bajo tutela, los objetos se movían respetando plenamente las normas del derecho. Por lo tanto, hubo que inventar una jurisprudencia para imponer la devolución de las obras a su país de origen.

Sistematización: Marcos y documentos

A finales de los años setenta y ochenta, la UNESCO se ocupó de la cuestión de la restitución e hizo una importante contribución a la institucionalización de los procedimientos. En 1978, su Director General, Amadou-Mahtar Mbow, hizo un “llamamiento para la devolución del patrimonio cultural insustituible a quienes lo crearon”:

Los pueblos que han sido víctimas de este expolio, a veces secular, no sólo se han visto privados de obras maestras insustituibles: han sido desposeídos de una memoria que, sin duda, les habría ayudado a conocerse mejor a sí mismos y, desde luego, a hacerse comprender mejor por los demás. […] Estos hombres y mujeres indigentes piden, por tanto, que se les devuelvan al menos los tesoros artísticos más representativos, aquellos a los que dan más importancia, aquellos cuya ausencia es psicológicamente más intolerable.

Este discurso muestra el desplazamiento del problema, dando una dimensión de recuperación del pasado, y afirmando, en el presente, un derecho de propiedad cultural. Al mismo tiempo, la mención del “desarrollo integral” desapareció de las resoluciones de la ONU en favor de la noción de representatividad del patrimonio cultural. Desde un punto de vista institucional, la cuestión de la restitución se está convirtiendo en una cuestión de derechos de propiedad cultural.

Para sistematizar la restitución o el retorno de los bienes culturales, la UNESCO creó el Comité Intergubernamental para el Retorno de los Bienes a sus Países de Origen. Su objetivo es fomentar la firma de acuerdos bilaterales basados en los convenios de 1954 y 1970. Pero estas convenciones conllevan a su vez dos posibles interpretaciones: por un lado, la de los bienes culturales mundiales, herederos de concepciones humanistas y universalistas ; por otro, la de los bienes culturales propiamente nacionales, que hacen hincapié en la noción de origen cultural de los bienes, que sólo adquieren “valor real ” en su contexto de origen.

Mármoles del Partenón en el British Museum

Estos textos normativos se convierten entonces en verdaderos instrumentos jurídicos para las acciones de restitución o devolución formuladas en nombre del mismo derecho, del mismo cuerpo argumental. En estas condiciones, las peticiones de restitución se multiplican y adquieren importancia mediática: Nigeria pide al Reino Unido la restitución de las máscaras de Benín; Egipto pide la devolución del busto de Nefertiti conservado en Alemania; Grecia, sobre todo, reclama la devolución de los mármoles del Partenón conservados en Londres, etc.

El efecto paradójico de la acción de la UNESCO ha sido limitar el problema a una cuestión de propiedad legal, contra la que difícilmente puede prevalecer la razón cultural. Por lo tanto, el derecho positivo, en su estado actual, parece impotente para resolver el problema. En general, el número de obras realmente devueltas sigue siendo muy limitado, aunque ello no impide que las solicitudes sean cada vez más controvertidas.

Así, ante el bloqueo y el estancamiento de las negociaciones, las distintas partes redefinieron sus posiciones. En el continente africano, el argumento de la cuestión de la restitución-reparación se reformuló después de 1991. Una conferencia panafricana, copresidida por Moshood Abiola y el antiguo director de la UNESCO Amadou-Mahtar MBow, dio lugar a la Declaración de Abuja (Nigeria) en 1993. Los Estados africanos proclamaron que el daño causado por la esclavitud, el colonialismo y el neocolonialismo “no es sólo una realidad histórica, sino que es dolorosamente evidente en las vidas dañadas de los africanos de hoy […], en las economías dañadas del mundo africano “. La proclamación afirma así que existe una deuda moral y material con los pueblos africanos. Pide “una compensación total […] en forma de transferencias de capital y cancelación de la deuda [y] exige la devolución de los bienes saqueados y los tesoros tradicionales”.

Es en esta articulación del pasado y el futuro donde los bienes culturales se convierten en portadores de sentido: significan lo que ya no existe o, más aún, expresan el acto por el que se ha cometido una injusticia del pasado. El valor de estos semióforos es tanto más importante cuanto que se convierten en objeto de una transacción destinada a reparar la injusticia cometida, relativa a la memoria.

Danzas institucionales

En los años 90 y 2000, la relación entre cultura y desarrollo, segundo tropo de la cuestión cultural formulada en los años 60, fue reafirmada por las instituciones transnacionales. La cultura volvió a ser un motor de desarrollo, no sólo económico sino también humano. En 1990, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) amplió la noción de desarrollo económico a la de desarrollo humano, y la cultura quedó implícitamente incluida. En 1992, en pleno “Decenio para el Desarrollo Cultural” (1988-1997), la UNESCO creó la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo para elaborar un “informe sobre las interacciones entre cultura y desarrollo que incluya propuestas concretas ” . El trabajo de la Comisión dio lugar al informe Nuestra diversidad creativa, que se centró en el reconocimiento de la diversidad cultural como fuerza motriz de un “desarrollo justo, equitativo y sostenible “.

La Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural, adoptada en 2001, proclama la diferencia como parte del “patrimonio común de la humanidad”. El concepto de diversidad cultural remite en su expresión a la famosa conferencia sobre “Raza e Historia” pronunciada en 1947, en la que Claude Lévi-Strauss definió la diversidad como un equilibrio de las sociedades entre sí y dentro de sí. La Declaración de 2001 va más allá al asociar la diversidad y la creatividad en el contexto de la globalización, teniendo en cuenta “la especificidad de los bienes y servicios culturales que, como vectores de identidad, valores y significado, no deben ser tratados como meras mercancías o bienes de consumo” (art. 8).

Al extender su acción a la protección de los servicios e industrias culturales, la UNESCO entra así en un conflicto de intereses con la Organización Mundial del Comercio (OMC): los partidarios de la diversidad cultural defienden el derecho a la excepción cultural, mientras que los partidarios del libre comercio reclaman la liberalización de los servicios que incluyen bienes culturales. Las negociaciones que condujeron a la firma de un tratado por el que se establece una zona de libre comercio entre Estados Unidos y Marruecos son ejemplares en este sentido.

Aparece entonces la dualidad del patrimonio inmaterial, cuyo desarrollo oscila entre la construcción de una identidad cultural –”auténtica”, “arraigada”– y la promoción de una imagen –”tradicional”, “inmemorial”– con fines turísticos. ¿Cuál es la relación entre el rechazo a la fosilización de las tradiciones por parte de las élites de la descolonización y la puesta en valor de un patrimonio inmaterial promovido al rango de patrimonio de la humanidad? El desarrollo de un capital cultural es al mismo tiempo una operación de valorización de un recurso turístico. ¿Abarca el proyecto cultural la razón económica?

Identidad, pertenencia y propiedad

La evolución de la noción de restitución y devolución de bienes culturales se inscribe, pues, en un proceso de redefinición de la historia en términos de memoria. Las piezas del museo se convierten en objetos de transacciones conmemorativas: al definir las causas de la retirada de los objetos, las demandas hacen aflorar las secuelas de un pasado o de actos de violencia que exigen restitución y reparación. Los argumentos legalistas, el concepto de propiedad y las razones políticas borran el trabajo de la memoria. Se reduce a la gesticulación expresiva, a la expresión simbólica del objeto.

Paralelamente a esta evolución, los bienes culturales se revisten de un valor económico y mediático que, hasta entonces, parecía secundario. A partir de ahora, lejos de las consideraciones memorísticas, el papel de los bienes culturales en la economía mundial es cada vez mayor y el patrimonio cultural aparece ahora como capital económico. A nivel mundial, esta revalorización pone de manifiesto la brecha existente entre las naciones que cuentan con un importante patrimonio cultural material y las que carecen de él, brecha que debe ser compensada con la invención de nuevos objetos patrimoniales.

Restitución, devolución, repatriación, expropiación o reapropiación se refieren a la misma idea, la propiedad exclusiva de un grupo. La propiedad se convierte en la esencia del patrimonio, que se expresa en las relaciones de poder. Esto último priva de reflexión cultural y borra la memoria de la que son portadores los objetos. Parece necesario renovar las formulaciones del problema del patrimonio, para salir de la trampa de la propiedad y de las posiciones identitarias inmutables. Ello exigiría una reflexión sobre el reparto, sobre la relatividad de las memorias y de las identidades, un compromiso político que sin duda va mucho más allá de la cuestión patrimonial.


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