Columna por: Celeste Espinosa

“Alejo Carpentier fue un escritor cubano conocido principalmente por su destreza para manejar la narrativa”.


Este inminente regreso a clases presencial se siente como una vuelta a la “vieja normalidad” parece que regresamos a marzo de 2020, a la promesa de volver quince días después de encerrarnos por la pandemia, cuándo aún creíamos que estar en casa unos días era lo peor que nos podría pasar. Los niños cercanos a mí se pasaron varios días emocionados, pensando que podrían dormir hasta tarde, que un puente largo siempre viene bien para ponerse al día con el juego de moda y que coincidía con lo insólito de compartir espacios por días enteros con la familia reunida, algo nunca antes visto, para muchos. 

Recuerdo bien que al comienzo de ese año se escuchaban rumores de esa enfermedad fantasma que flotaba en el aire y aunque la especulación era bastante, todo se sentía como escuchado en la última onda sonora de un eco distante, pero en marzo las cosas cambiaron y a la par que las calles se vaciaban y el miedo tomaba forma conforme los casos aumentaban, también una vuelta al centro de unx mismx se volvía necesaria. Pensando en esa abrupta vuelta al exterior que para muchos ya comenzó desde el principio de este año, recordé el cuento de Alejo Carpentier “Viaje a la semilla”. 

Alejo Carpentier

Alejo Carpentier fue un escritor cubano conocido principalmente por su destreza para manejar la narrativa. Una de las características de su obra es la infinita capacidad de Carpentier de llevar al lector a rincones que parecen imposibles, enorme representante del neobarroco. Algunos autores clasifican su obra como la mayor exponente de esta estética, a mi parecer, leer a Carpentier es muy similar a sumergirme en una gran alberca llena de ideas que comienzan en un punto y parecen seguir un hilo conductor para sorprenderme en otro completamente distinto. 

“Viaje a la semilla” no es la excepción, es un cuento que comienza de una forma muy tradicional, un viejo que ha decidido ir a observar la demolición de una casona cubana, a partir de entonces, Carpentier hará uso de su recurso más valorado para llevarnos a imaginar de forma precisa lo que ocurre, si bien sus descripciones son exhaustivas, no pretenden en ningún momento mostrar tradiciones, como el costumbrismo, más bien buscan que el lector vea con nitidez lo que va ocurriendo en el entorno y cómo en él es que se manifestará todo el movimiento: 

Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos.

De esta forma, Carpentier nos da un recorrido por las ruinas de lo que alguna vez fue esplendor y lujo de lo que queda un montón de escombro y un hombre con un cayado que lo observa con atención, sin embargo, a partir de la segunda parte Carpentier nos comienza a introducir a lo que será el hilo por el que veremos un retroceso en el tiempo: 

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños,

volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.
Los cuadrados de mármol, blancos y negros volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación. En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.

A cada palabra que avanza la narración, Carpentier nos retrocede un paso, leemos entonces con una claridad propia de las artes visuales un regreso a la vida, un dolor que se esfuma, la luz que se evapora al alejarse el fuego, Carpentier nos introduce a Don Marcial, personaje sobre el que va a versar el resto del texto: 

Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad.

De esta forma llegaremos a ver la vida de Don Marcial, sentimos, a lo largo que el texto avanza como se acelera también el regreso, sabremos que la casa fue su último lugar antes de morir, sabremos que la perdió en un embargo, veremos su vida llena de lujos y una adolescencia impetuosa motivada siempre por una naturaleza exigente propia de la clase acomodada, lo veremos hacerse niño y pronto ser un bebé, seremos testigos a los más profundo de un ser:

Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de

estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoiria.

Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso

ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas

placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por

todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos

y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El

cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.

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