Infancias en la historia del arte

Imagen destacada: Maternité, Eugène Carriere (vers. 1887)


“Desde los albores de la civilización, las infancias han representado un tema artístico extremadamente popular, capaz de expresar alegría, amor, candor e incluso violencia”.


Hermes con el niño Dioniso, Praxíteles (c. 350 – 330 a.C.)

Desde los albores de la civilización, lxs niñxs han representado un tema artístico extremadamente popular, capaz de expresar alegría, amor, candor e incluso violencia, dentro de narraciones figurativas destinadas a ilustrar no sólo las actitudes y características psicológicas de los pequeños protagonistas, sino también las costumbres y hábitos de sus familias, así como los diferentes enfoques del mundo de la infancia, que han caracterizado a las distintas épocas.

Entre los primeros ejemplos importantes de la representación del tema mencionado figura Hermes con el niño Dioniso, de Praxíteles, una escultura griega clásica, datada hacia 350 – 330 a.C., que se conserva en el Museo Arqueológico de Olimpia. Esta obra representa a dos divinidades humanizadas, a saber, Hermes desnudo, erguido y apoyado en un tronco adornado con drapeados, que sostiene con ternura, sobre su antebrazo izquierdo, el cuerpo de su hermano pequeño Dioniso.

Es importante destacar cómo en la escultura, expresión sublime de un contexto afectuoso, familiar y cotidiano, destacan también las miradas melancólicas de los dos protagonistas, capaces de revelar tanto la riqueza de la psique humana como la intimidad de la relación fraternal. En cambio, el arte paleocristiano y medieval descuidó en gran medida la representación de los niños, ya que se centró principalmente en el niño por excelencia, Jesucristo, a menudo representado en compañía de la Virgen María.

Sin embargo, con el paso de la historia del arte, las interpretaciones y expresiones artísticas de la infancia se han modificado…

Amor maternal en el siglo XIX

El historiador Philippe Ariès ha descrito el proceso por el que, en el siglo XVIII, el infante se convierte en un ser digno de interés, con necesidades y personalidad propias. Esta evolución se manifiesta en los cuidados y la ternura que los padres mostraban a sus hijxs y en su preocupación por su salud y su educación. Por otra parte, la también historiadora Michelle Perrot, afirma que:

En el siglo XIX, el niño está, más que nunca, en el centro de la familia. Es objeto de una inversión de todo tipo: afectiva, cultural, educativa y económica.

No obstante, la educación de lxs niñxs era exigente y severa. Los castigos corporales, como los azotes, las nalgadas, o los castigos “más suaves”, como la privación de comida, se consideraban un método educativo. Pero, en general, los padres muestran a sus vástagos una nueva atención.

Ejecutados en la segunda mitad del siglo, los cuadros aquí reproducidos son todos himnos al amor maternal. Cada uno de estos iconos de la maternidad, variaciones modernas sobre el tema de la Virgen con el Niño, presenta una faceta del vínculo emocional y físico entre la madre y el bebé.

En su Maternité (1887), Eugène Carrière pinta el tierno juego de una joven y su bebé: éste tiende su manita hacia el rostro de su madre que lo acuna. El encantador cara a cara entre ambos, el esfumato de grises y negros que los envuelve, los colores aterciopelados y la unidad de la paleta contribuyen a la intimidad de esta escena.

Con mayor vivacidad, Maurice Denis (1899) representa a su esposa con su segunda hija. La joven madre, que ha cogido a su hija en brazos, la besa plenamente en los labios delante de una ventana abierta de par en par.

En Le Berceau, de la impresionista Berthe Morisot, cuyo universo se aproxima al de la estadounidense Mary Cassatt, una joven madre (Edma, hermana de la artista) vela tiernamente a su hijo dormido. Tres cuartas partes del lienzo están ocupadas por la cuna blanca, que envuelve al bebé en una gasa pura. Junto a ella, la joven lo observa soñadoramente: su contemplación silenciosa y maravillada contrasta con las instantáneas de los impresionistas.

Otras representaciones

Por otra parte, también fue una época de grandes cambios; de hecho, las infancias fueron retratadas de una manera decididamente más libre y espontánea, como lo demuestra La niña en el sillón azul (1878) de Mary Cassatt, un cuadro impresionista destinado a inmortalizar a una niña que, en simbiosis con su perro, aparece cómodamente reclinada en un pequeño sillón del color del mar. Sin embargo, no toda representación resultó ser una oda a la felicidad de la infancia.

¿Por qué, entre tantas imágenes de Cosette, la de Émile-Antoine Bayard se convirtió en un símbolo tan poderoso de la miseria juvenil?

Cosette sweeping, Émile Bayard (1862)

La niña, de pie en el centro de la composición, está sola, en un espacio crepuscular, a una hora tardía en que los mineros suelen haberse ido a casa. La puerta cerrada y las rejas de la ventana subrayan el hecho de que está encerrada. La hija de Fantine está descalza en los charcos y cubierta de harapos. Su mirada vacía delata su soledad y su sufrimiento. El hombro desnudo alude a la violencia física que la familia de acogida, los Thénardier, ejerce sobre este frágil personaje.

También obliga al lector/espectador a mirar de cerca la ropa rota y a comprender que la larga enagua y el corpiño no son los de una niña, sino los de una adulta. La ropa de esta mujer, incluso la de una prostituta en la Francia de la época; es totalmente opuesta a la inocencia del rostro, con el flequillo infantil y el sombrero demasiado pequeño para contener el pelo, sólo están ahí para redondear y suavizar el rostro, para reforzar su inocencia.

Para conmover aún más al receptor, los dos únicos accesorios colocados en el encuadre son gigantescos: la escoba es el doble de grande que Cosette y el cubo, colosal y lleno de agua, no parece que pueda ser transportado.

En cuanto al siglo XX, este siglo vio a los niños como protagonistas de obras muy experimentales, entre las que destaca Chica corriendo en el balcón (1912), de Giacomo Balla. De hecho, en este cuadro tan futurista se puede identificar, aunque con cierta dificultad, la figura de una niña que se multiplica disponiéndose por todo el soporte. En cuanto a la rejilla ortogonal que se percibe superpuesta a las imágenes de la niña, representa el enrejado del balcón de la casa romana de Balla; de hecho, la protagonista de la obra es precisamente la hija del gran maestro, la pequeña Luce.

Por último, otra obra maestra extremadamente innovadora del siglo XX, cuyo tema es un niño, es La niña de azul, obra de Amedeo Modigliani de 1918, que inmortaliza a una niña de pose compuesta y rostro refinado, totalmente inmersa en una atmósfera íntima y suspendida.

Chica corriendo en el balcón, Giacomo Balla (1912)

Infancia utilitaria

La infanta Margarita Teresa (1651-1673), primera hija del matrimonio del rey Felipe IV y su segunda esposa, María Ana de Austria, fue elegida a temprana edad como esposa del hermano de su madre, el emperador Leopoldo I. Por ello, la corte española enviaba sus retratos a Viena cada dos o tres años. El primero de tres retratos que Velázquez pintó de la infanta Margarita Teresa de Austria, fue obsequiada a la corte vienesa por Felipe IV de España.

Este primer cuadro muestra a la princesa a la edad de tres años, de pie, con la mano derecha apoyada en una mesita con un jarrón de cristal que contiene rosas, lirios y margaritas. La mano izquierda sostiene un abanico cerrado.

El segundo de los tres retratos de la infanta Margarita pintados por Velázquez. Es su retrato oficial. El retrato muestra a la infanta de cinco años en una postura severa, como una adulta. Ese mismo año Velázquez la retrató en Las Meninas. La pequeña Infanta, de pie en medio de su corte, revela más de su naturaleza individual. Sin embargo, está en su papel dinástico, encarnando las esperanzas de los Habsburgo españoles. El reflejo de la familia real está detrás de ella. Pierde este papel con el nacimiento de sus hermanos, Felipe Próspero en noviembre de 1657 y Carlos II en noviembre de 1661.

La emperatriz Margarita Teresa con traje de teatro, Jan Thomas (1667)

Este retrato de la infanta Margarita es el último pintado por Velázquez, que se encontraba en el apogeo de su carrera. Fue enviado, después de otros dos, a su futuro esposo y tío Leopoldo I de Habsburgo. El manguito de piel pudo ser un regalo del novio. La princesa permanece solemne en una sala del Palacio Real del Alcázar. Detrás de ella, un tapiz cubre la pared y un secretario porta objetos simbólicos, entre ellos un león de bronce dorado que sugiere el poder real.

Finalmente, se ha dicho de todo sobre Las Meninas (1656 – 1659), sobre todo desde que Michel Foucault tuvo a bien utilizarlo como prefacio en Las palabras y las cosas (1966). A Daniel Arasse, si esta fórmula le vino a la mente, fue ya por el famoso espejo que desencadenó la interpretación de Foucault y lo que en él se refleja: las siluetas del rey y la reina: el rey, es decir, no cualquier “súbdito”, sino el monarca, el “súbdito absoluto”.

La trascendencia de los retratos de –la emperatriz– Margarita Teresa de Austria radica en el viaje de su vida, desde sus múltiples inmortalizaciones en lienzos de grandes maestros, hasta su muerte a los 21 años de edad, ocasionada por complicaciones durante su cuarto parto. No sólo fue retratada por Velázquez, también se conservan otros retratos de Juan Bautista Martínez del Mazo (Retrato de la infanta Margarita con traje de luto, fechado en 1666), Jan Thomas, Gérard Duchâteau, etc.

La musificación de la infancia

Edgar Degas era un artista curioso, un agudo observador de la vida parisina del siglo XIX que, gracias a un amigo músico, consiguió colarse en los bastidores de la prestigiosa Ópera de París.

Lo que descubrió allí no dejó de inspirarle: casi un millar de sus cuadros y dibujos están dedicados a las bailarinas de la Ópera. ¿Por qué la danza y no la música? Porque es un arte visual, una obra de equilibrio y movimiento. Además, la exposición de los brazos y las piernas de las bailarinas -el tutú era una prenda bastante desnuda a los ojos de la época- hace de estas jóvenes bailarinas un tema perfecto –y sombrío– para el trazo del lápiz de Degas.

Le Foyer de la danse à l’Opéra de la rue Le Peletier, Edgar Degas (1872)

La indiscreción -incluso el voyeurismo- que los críticos denuncian en las obras de Degas, en su representación realista del cuerpo, es en realidad lo que explica el éxito de sus bailarinas. En efecto, a finales del siglo XIX, el ballet sufría una cierta decadencia y el público –masculino en su mayoría– parecía asistir a las representaciones únicamente para admirar a las bailarinas.

Por lo tanto, el ballet, antes –supuestamente– íntegro, había asumido el papel de cabaret indecoroso; en París, su éxito se basaba casi por completo en contratos sociales lascivos. El trabajo sexual formaba parte de la realidad de una bailarina, y el gran teatro de la ópera de la ciudad, el Palais Garnier, se diseñó teniendo esto en cuenta.

L’Étoile, Edgar Degas (1878)

Una lujosa sala situada detrás del escenario, llamada foyer de la danse, era el lugar donde las bailarinas calentaban antes de las representaciones. Pero también servía como una especie de club masculino, donde los abonnés (hombres adinerados abonados a la ópera) podían hacer negocios, socializar y hacer proposiciones a las bailarinas.

Estas relaciones siempre implicaban una dinámica de poder desequilibrada. Las jóvenes integrantes del cuerpo de ballet ingresaban en la academia siendo niñas. Muchas de estas bailarinas en formación, llamadas burlonamente petits rats (pequeñas ratas), procedían de clases trabajadoras o empobrecidas. A menudo se unían al ballet para mantener a sus familias, trabajando duramente seis días a la semana.

La política sexual que se desarrollaba en el foyer de la danse interesaba mucho a Degas. De hecho, muy pocas de sus representaciones de la danza muestran un espectáculo real. En cambio, el artista aparece entre bastidores, en clase o en un ensayo.

En obras como L’Étoile (1878), representa la bajada del telón al final de la representación, con la bailarina haciendo una reverencia bañada por el resplandor poco favorecedor de las luces. Detrás de ella, un hombre vestido con un elegante esmoquin negro acecha entre bastidores, con el rostro oculto por el telón dorado; estas figuras también aparecen en obras como Dancers, pink and green (c. 1890). A veces, el propio espectador es empujado a la perspectiva lasciva de los abonnés: En Dancers at the Old Opera House (hacia 1877), la acción en el escenario se ve desde detrás del telón.

La Petite Danseuse de Quatorze Ans, Edgar Degas (c. 1880)

Una de las representaciones más famosas de Degas de una bailarina no es un cuadro, sino una escultura de cera, un medio táctil que convenía al artista de 40 años cuando su vista empezaba a debilitarse. La Petite Danseuse de quatorze ans (La pequeña bailarina de catorce años) de 1878-81, estatua de tamaño natural de una petit rat adolescente, sólo se expuso una vez en vida del artista, y el gran escándalo que provocó disuadió a Degas de volver a exponer sus esculturas.

Petite Danseuse de quatorze ans fue presentada originalmente de forma muy diferente a como aparece hoy. Degas la vistió con un auténtico tutú, corpiño, medias y zapatillas de punta. También llevaba una peluca de coleta con un lazo verde y otra cinta atada al cuello. Algunos críticos la compararon con las figuras de cera de Madame Tussaud, utilizando palabras de odio, tanto al medio que es la obra, como al sujeto… a la pequeña musa; dejando en claro que, detrás del velo invisible de la cultura o no, la agresión hacia las infancias y hacia las mujeres utiliza cualquier momento para esparcir violencia.

¿Puede el arte caer más bajo?, preguntó un escritor anónimo. El crítico de arte Paul Mantz describió a la bailarina como una flor de depravación precoz, con un “rostro marcado por la odiosa promesa de todos los vicios. Mantz expuso además los prejuicios contra las bailarinas de ballet en general: Con bestial descaro mueve la cara hacia delante, o más bien su pequeño hocico, y esta palabra es completamente correcta porque la niña es el principio de una rata.

Aunque es posible admirar a las bailarinas de Degas desde un punto de vista formal, esta estrecha apreciación ignora el maltrato que sufrieron las niñas. Una mirada más atenta a estas obras muestra cómo el pintor atravesó el artificio kitsch del ballet, descubriendo un entorno de miseria, penurias y cruda belleza.

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